Lo Mejor

lunes, 18 de marzo de 2013

Procesion Diabolica

Procesion Diabolica

 

 

Una densa niebla empezaba a envolver las empedradas callejuelas del pueblo, que poco apoco se iban quedando desiertas. Era tal el silencio, que se podían escuchar los murmullos de las almas que aun no han encontrado su camino aullando en eterno dolor.

La dueña de unos ojos vivarachos, sin más que hacer, por enésima vez recorría con avidez las solitarias calles. Al sonar las doce de la noche emergieron de entre las tinieblas, una procesión de siete monjes. Llevaban anudadas a la cintura un gran rosario negro. Las figuras fantasmales se acercaron flotando por el aire, lo que hizo que la mujer se estremeciera de terror y un frío congelante recorriera su espalda, pero en lugar de cerrar tras de si la puerta, y librarse de esa espeluznante sensación, se acercó silenciosamente, hasta quedar frente a frente el con la espectral aparición.

El monje mayor, casi como una suplica señaló: Esta noche, voy a necesitar de ti, quiero que conserves en tu casa todos nuestros rosarios. Al unísono, cada uno de los monjes los depositaron en una lúgubre caja de madera, labrada con rostros desfigurados que evidenciaban el más tétrico y desagarrado semblante. Dentro de siete noches volveremos por lo que nos pertenece, inquirió el monje, más no abras la caja si sabes lo que te conviene. Sin decir más, prosiguieron su procesión, y tal como llegaron se fueron perdiendo de vista en aquel oscuro y sombrío paraje.

La mujer ya en el interior de su casa, pasó largas horas acariciando la exótica caja, pasando una y otra vez sus finos y huesudos dedos por el reborde de la chapa, ¡que sin candado! invitaba a ser abierta. Finalmente, pudo más su curiosidad y sin más se apresuró a abrir la enigmática caja de madera. En el interior estaba un pañuelo rojo, lo tomó con sumo cuidado y lo puso en su regazo, separó cada una de las cuatro puntas y cual fue su sorpresa, que en lugar de los siete rosarios negros, había únicamente un montón de huesos, ¡tan pequeños! que sólo podían pertenecer a niños recién nacidos.

La mujer salió despavorida en busca del sacerdote del pueblo a quien le contó su macabro hallazgo. El sacerdote espantado, durante varios minutos la escuchó, santiguándose de cuando en cuando, pero con el rostro sereno, tomó su sotana y fue a recuperar la funesta caja, para finalmente llevársela y colocarla en un paño blanco a los pies del altar.

Finalmente la séptima noche llegó, así que la mujer aterrada busco refugio en el único lugar que se sentía segura: en la capilla del pueblo, donde el cura ya la esperaba. Los monjes llegaron puntuales a la macabra cita con la última campanada de las doce de la noche. Se escuchaba un murmullo mezclado entre rezos, llantos, maldiciones y lamentos, y que a medida que se acercaban los monjes a la horrorizada pareja se incrementaban, llegando a niveles desesperantes que les obligo a cubrirse los oídos con desesperación.

Las puertas de la capilla recibieron tres fuertes toquidos, que cimbraron la capilla hasta sus cimientos. Al no recibir respuesta, una fuerza siniestra hizo que se abrieran de para en para, dando paso a la diabólica procesión. Tras unos segundos de silencio que parecieron toda una eternidad, el monje mayor dio unos pasos hacia atrás, como buscando el refugio del grupo, y rodeado de sus compañeros habló con tono amenazante.

¿Porque no estabas en el mismo lugar donde te entregamos nuestro tesoro mas preciado?
¿Acaso pretendes huir de nosotros?
--- ¡Venimos por nuestro preciado tesoro! Reclamó el monje.
--- Llévense su caja, atropelladamente inquirió la mujer.
--- no sólo es la caja, tu ya eres parte de nuestro tesoro. Aseveró el monje.

Su blanca piel, se tornó transparentes como la cera y sin decir palabra alguna se encaminó hacia los monjes, sabía que su nefasto actuar, bien merecido le tenia ese castigo, en su rostro ya no aprecia la menor señal de lucha, y derrotada caminó resignada a su destino.

El cuadro era aterrador, los monjes como depredadores la rodearon, la mujer podía escuchar el resoplido de su respiración sobre sus hombros, erizándole los cabellos, sintiendo por todo su cuerpo las huesudas manos de los infernales monjes. El cura impactado por la escena no acertaba a mover un sólo músculo, estaba petrificado. Los monjes tomaron la tétrica caja y se enfilaron a la salida. La comitiva estaba ya en el umbral de la capilla, cuando la mujer fue deteniendo su andar.

¿Qué pasa, acaso quieres que te saquemos a rastras?
Un momento, ¿que va a ser de los angelitos que tienen prisioneros en su malévola caja?
--- ¡eso a ti que te importa! ¿Cómo puedes estar preocupada por quien si ni siquiera conoces, cuando estas a punto de perderte en cuerpo y alma?
Se, que yo soy responsable de lo que me pasa, pero… esos angelitos ¿que mal pudieron haber hecho para que ahora sean prisioneros eternamente?

!No te detengas! !cumple con tu destino!
!No! !No lo haré! Hasta estar segura de que esos angelitos sean libres.
--- tu no tienes la protestad para intervenir, cumple tu destino.
-- ¡sólo si liberan esas almas cautivas! ¡Sólo entonces los seguiré!

Mientras las figuras casi fantasmales discutían, el sacerdote había arrebatado a los monjes la caja y sin perder tiempo la colocó a los pies del Santo Cristo que pendía del pilar principal de la iglesia y que como mudo espectador, sólo observaba. El sacerdote atacó a los malignos seres con las plegarias que el mismo Jesús nos enseño.

Los monjes se volvieron iracundos y se abalanzaron sobre el viejo sacerdote para impedir que continuara con su plegaria, sin embargo, no pudieron avanzar un sólo paso, intrigados volvieron la mirada hacia la fuerza descomunal que los detenía, y pasmados e incrédulos pudieron ver que era la fuerza del infinito amor maternal de la mujer, la que los tenia anclados al piso y no permitía que hicieran daño alguno al cura que desesperadamente trataba de proteger a los niños de los monjes y así liberarlos para siempre de ese agónico martirio.

La fuerza de los rezos del cura y el amor maternal de la mujer, poco a poco formaron una ventisca, la cual a cada segundo iba creciendo, el viento se volvió una fuerte ráfaga y cuando quisieron reaccionar ya se encontraban los monjes envueltos en una torbellino que los levantó como hojas secas y con un gran estruendo los arrojó del interior de la iglesia.

Un silencio sepulcral envolvió el recinto, cuando de pronto se escucharon unos leves quejidos, transformándose poco apoco en llantos de bebe, los cuales como un espejismo tomaron cuerpo y levitaron hasta salir rodeados de una brillante luz hacia el cielo, fue sólo entonces que la mujer se desplomó pesadamente en el suelo. El sacerdote la tomó con gran delicadeza y se acercó para escuchar las débiles palabras que salían de unos temblorosos y agónicos labios. Padre, ¿los niños están libres al fin?

Así es hija, esas almas están ahora con Dios, gracias a ti.
¡Ese era mi destino!, pero… ¿que va a ser de mi ahora padre?
Seguirlos hija mía, para que les des tu infinito amor de madre eternamente.
Pero ¿como puede ser eso? yo nunca he tenido un hijo, como puedo ser una madre para ellos. El amor de madre, es darlo todo a cambio de ver la felicidad en sus hijos. No por haber parido hijos, así que no te preocupes, anda, ¡ve tras ellos! y dales todo tu amor.

Un sepulcral silencio rodeo la escena, no fue sino hasta que cantó el gallo acompañado con los primeros rayos del sol que el padre preparó una misa de cuerpo presente para una madre y sus hijos, que ahora descansan en paz y en eterna compañía.

0 comentarios:

Publicar un comentario